lunes, 7 de noviembre de 2011

Ver, oír y susurrar

Se oyen murmullos salir de las ventanas, pasar por las tejas volando por los barrotes reforzados y los alambres de seguridad. Los perros ladran en la noche estrellada. Los ojos de sus dueños los obligan a callar, o a bajar la voz en últimas instancias. Cualquiera que visite las colonias populares en San Salvador podría decir que son muy seguras o que sus dueños sufren algún tipo de paranoia, la verdadera causa se esconde en las mismas casas, en iglesias, escuelas y universidades y se confunde en medio de todo.
Para Allan Hernández, Jefe de la Unidad Especializada de Delitos de Extorsión, el problema se resume en un ellos vs. nosotros, algo así como un mundo paralelo en el que la “mano dura” habría sido el antídoto contra el ataque de violencia generalizada que tanto vemos, oímos, olemos y saboreamos en los noticieros y periódicos a la hora de levantarnos, en el almuerzo o mientras nos disponemos a descansar.
“Solo hay dos tipos de personas, los hijos de Dios y las criaturas de Dios y ellos sólo son criaturas”, explica con voz gruesa y mecánica.
La verdad es que a El salvador se le han ido las vidas entre propuestas de leyes, utopías de reinserción y represiones fracasadas. Mientras el problema se resuelve, el salvadoreño común seguirá pagando a quien no debe nada, sintiendo sobresaltos cada vez que reconozca a uno de “ellos” con intención de aproximarse, temiéndole a la noche, culpando al tiempo en lugar de a los malos gobiernos pasados, presentes y futuros; y encomendándose antes de salir de su casa envuelta en alambre de púas y botellas quebradas, que no le servirán para defenderse cuando se haya ido.

Regresión clínica


Despertó con el mismo recuerdo, el que guardaba en la parte de la memoria que no solía utilizar. De vez en cuando se le escapaba y con él una risita forzada para no llorar. La luz de la ventana golpeó su rostro. Era una mente brillante, una personalidad arrasadora y un amante formidable. Se paró, yo lo veía hacer sus ejercicios matutinos. Pasé de un sueño a otro entre rodillas flexionadas y su abdomen contraído.

Se vistió con lo único que tenía y que parecía estar limpio. Me dejó sola en la habitación. El olor a hierbas y jabón impregnaba las sábanas amarillas y desgastadas. Sentí su tacto en mi memoria, en mis curvaturas, en mi ser material y mi luz artificial que aún sin electricidad se encendía con sólo verlo entrar a nuestro espacio.

De pronto quise ser humana, maldije la maldición de la gitana que me había salvado de esa condición cuando lo quise así. Yo no era más que un adorno, un objeto inútil con una molesta capacidad sensorial, casi mujer. Mi consciencia se dirigía a mi deseo más que cuando solía ser de piel y huesos. Traté de hablar con alguna otra cosa que estuviera cerca. El reloj corrió en su tiempo mientras reía al ignorarme. El espejo me veía como él se miraba a sí mismo, no me quiso responder; ni el poster autografiado de su músico favorito quiso dirigirse a una lámpara antigua relativamente viva y mal exorcizada, a nadie pude arrebatarle explicaciones.

El problema de no ser sujeto ni objeto, de no pertenecer al mundo de los yo afectados por los demostrativos, por los verbos con adverbios sofocantes, por los tiempos y los géneros impredecibles, me convirtió en nada. Sentí una corriente venir desde la ventana, el viento soplaba desde afuera haciendo círculos de las flores. Una ráfaga de aire seco profanó mi lugar sagrado, corrió las cortinas, botó el espejo de pie hacia el ropero y los libros cayeron en éxtasis por la gravedad. El último de ellos pasó rozando mi base y me fui abajo en un silencio interrumpido.

Nos vi desde lejos, él recogía las partes de algo que ya no era yo. Las depositó en una bolsa de plástico, casi pude sentir el olor a combustible fósil, habría vomitado de tener los medios para hacerlo. Creo haberlo visto llorar, su risa de la mañana la guardó con las piezas en su bolsa y una vez más me dejó sola. Me fui por la ventana que él mismo dejó abierta y entonces lo vi. El sol en lo alto detenía a los suicidas en sus proyectos de vida, en sus planes de muerte.

Ahora no puedo ver más que un solo color, no puedo decir si es claro u oscuro, es el único que recuerdo. Todo lo que pasó antes de salir de su habitación me lo he inventado. O tal vez sea cierto, aunque la verdad, a veces siento que no me creo.

Yo era su lámpara gitana, su favorita, él se tragaba mi luz siempre que había humedad. Usted no me cree, pero yo existí, claro, ahora sólo soy letras sin sentido. Ahí estamos, donde usted escribe mi nombre mal deletreado, como foto impresa en el mejor contraste, confundido en su cuaderno, ¿usted sabe cómo escribirme, doctor Alfaro?


Fotografía: Francisco Campos
Edición: Luis Barrientos

sábado, 27 de agosto de 2011

Morir es un sueño cíclico

Premonición de un mal sueño
Figuras brillantes de colores en su campo visual vacío, un mar de sábanas en calma y la cara mojada por la inconsciencia de la pequeña artista.

Una, dos, tres copas… Eugenio Blanco es un hombre de ley en disfraz de ciudadano común en un bar, un fin de semana. En una mano una botella, en la otra, la curva más prominente de una silueta femenina casi desconocida para él. “¿Quieres un trago, amor?” preguntó su acompañante mientras mordisqueaba muy sutil sus labios envejecidos por el oficio. En tiempos de soledad la compañía es buen negocio.

El policía en libertad se tragaba todo lo que ella le ofrecía: un trago, un beso, una falsa promesa de la mejor noche de su vida… Media hora después ya no parecía desgraciado, su conciencia fija en lo que tenía enfrente le trajo toda la ilusión de felicidad que había perdido con el matrimonio, y por la que nuestra chica recibiría su paga.


Sueños recurrentes: Continuación de una pesadilla
Ausencia de luz, un sentimiento vomitivo, la mano menuda se aferra a la cortina con flores de plástico y se escucha el sonido de un océano escapándose por la regadera. Miedo, vacío, dolor.


Cruzaron el bar hasta la puerta trasera, él pudo ver una decena de habitaciones en línea con olor a humo y más que a deseo, a necesidad.

Eugenio, padre de un pequeño párvulo y esposo de una ingenua sumisa y frustrada veinteañera, acariciaba frenético hace cuarenta minutos a una desconocida con las mismas manos con las que dos días atrás había golpeado a su mujer.
La besó, sintió su tacto mientras se dejaba despojar de su ropa normal sin escudos ni insignias, sin símbolo alguno que le permitiera hacer gala de su jerarquía. En un negocio limpio no es indispensable el uso del poder.

Posada en su boca, bajó a su garganta y siguió por el tórax hasta llegar al máximo punto de excitación. La luz de la ventana les iluminó la cara, él se dio la vuelta aún con las neuronas adormecidas por el efecto del alcohol, ella encendió un cigarro y se volvió para encontrarse con un ojo dibujado en la espalda de su cliente, el miedo como expresión máxima de una pesadilla real.

La obra terminada
Un espectáculo de colores pintado con fluidos corporales. El suelo está frío. Nuestra artista onírica le hace el amor al arte, el arte es una mujer.


La regadera lava los rastros de sangre, ella llora mientras limpia las manchas en la pared y resucita el recuerdo de una niñita escondiendo sus manos entre sus piernas, y la mirada de una pupila creada por un dios artista observándola mientras se aleja su agresor.

En la habitación hay un hombre muerto, un recuerdo pasado hecho presente, una ventana con vista al infierno, y tres ojos que no volverán a ver. Se abrocha el sujetador, se sube las medias y se ajusta el abrigo. Sale desapercibida a pesar del forzoso equilibrio de sus tacones y las lentejuelas que reproducen flashes al ritmo de su contoneo, y la culpa.

Una pequeña la espera, la dejó dormida en un mar de sábanas multicolores, el mismo mar en que se ahogó su inocencia. La ausencia de luz vive presente, el espacio en esa casa es un vacío asfixiante, innecesario. La escena fue revelada por la luz, su niña yace en el suelo empapada de viscosidad salada suya y de alguien más. Ella reconoce el significado del cuadro, como si se tratara de un crítico ante una obra impresionista. La toma en brazos y lloran juntas como si hubieran perdido en la misma noche la esperanza de un sueño normal.


viernes, 2 de julio de 2010

A Gabriel



Levanté la mirada. El viento soplaba y su cabello seguía impecable. Caminó hacia mí. Junto al reflejo de sus lentes de sol, brillaban sus labios, y lo vi como si jamás lo hubiera visto antes. Me besó en la mejía mientras buscaba algo -o talvez nada- en la bolsa de sus pantalones; tan azules, tan ajustados, tan perfectos. Necesité más de un par de segundos para salir de mi aletargamiento antes de que me preguntara si me sentía bien.

Es increíble lo que una chaqueta de cuero combinada con la lona de unos jeans y el rudo olor del tabaco pueden provocar. Mi chico, esta vez moreno, esta vez ajeno, tan difícil como encantador, me parecía algo imposible. Volví en mí, arreglé mi cabello, sonreí. Así comenzó la conversación, un poco tonta, claro, pero sin duda era demasiado bueno para ser verdad.

Después de unos minutos de risas insinuantes terminamos es un bar riéndonos de todo, de todos, de nada. El reloj avanzaba, casi terminaba mi cuarta copa. “Es tarde, dentro de poco vendrán por mí“, me dijo con una sonrisa tan cálida como el color de su camisa a cuadros -que me gustaba casi tanto como él- Sacó su celular e hizo una llamada.

Miré hacia la puerta. Al lugar entró un tipo alto, castaño, caminando con la postura casi perfecta de una bailarina de ballet. Dirigió su mirada en nuestra dirección y saludó con la mano. Mi compañero de mesa se levantó y sonrió algo sonrojado. “Debo irme, nos vemos luego. Yo te llamo”, me dijo, un poco nervioso, un poco acelerado. Pude ver como su saludo denotaba más que un abrazo, y como el castaño de ojos café acariciaba su mano con delicadeza. Se voltearon un poco avergonzados por la demostración tan afectuosa y me miraron. Los sorprendidos parecían ellos. Yo les ofrecí mi más amplia sonrisa, me despedí con la mano y vi a mi chico alejarse, aferrado del suéter verde musgo, adherido al brazo de su acompañante.

Me quedé sola y perpleja frente a la silla desocupada. Pedí otro de “esos” de los que me había tomado ya cuatro. Bebí mi trago, lo sentí frío. De pronto, un rayo de sol traspasó la ventana, me despertó,abrí mis ojos y pensé: “ Volando va la gran jirafa azul”. Y seguí.

miércoles, 30 de junio de 2010

Diligencia

Las gafas combinaban con la corbata, el pañuelo con la camisa recién planchada, y el traje relampagueaba de perfección. Caminé tres largos pasos hasta donde estaba mi portafolio negro, no reparé en su contenido. Me arreglé el cabello de manera más sobria posible, me miré al espejo reconociendo los ojos grises de mi madre, y salí por la puerta trasera del hotel de cuatro estrellas.

Un coche negro polarizado calibre cinco esperaba a la salida del callejón. Mi hombre de confianza salió a mi encuantro y estrechó mi mano con una fuerza casi sobrenatural. Entré al coche y me sentí como en casa. Estaba tan acostumbrado a ese ambiente. Las emociones, la velocidad , todo.

Mi compañero me observaba sin decir nada. Yo estaba seguro de lo que había pensado todo el camino. Tenía la certeza. La calve de entrega paseaba por su cabeza y a pesar de ser fácil de recordar, había códigos que lo mareaban.

Llegamos a la estancia y bajamos del vehiculo. Entregué el portafolio a mi acompañante mientras daba direcciones al chofer para que volviera dentro de cinco minutos. Bajamos las escaleras y llegamos a la bodega. Los cinco hombres de Martínez se habian formado en un orden impecable frente a nosotros, y del fondo del enorme lugar en el que nos hallabamos, salió de las sombras la figura diminutamente ridícula de Martínez. Se subió en un banco de metal y me miró con repulsión.

Levantó su mano a la altura de mi portafolio y lo miró con deseo. Yo lo aparté de su alcance mientras veía como su rostro se ponía tenso y arrugado. Lentamete saqué de mi bolsa la placa policial frente a su rostro perplejo, y en ese instante cincuenta efectivos de la DEA entraron al lugar repleto de paquetes con polvo blanco.

Martinez lleno, entonces, de su muy habitual instinto asesino, balbuseó algo como "Hijo de puta" mientras se reía a carcajadas al recordar que teniamos a la misma "puta" como madre.

El coco de Sócrates

Desperté empapada y con el cabello enmarañado. Me encontré desconcertada y con un dolor tan agudo como inexplicable. Era una habitación esferica, sin ventanas y muy blanca. Me levanté y pude ver que debajo del monticulo blando en el que me hallaba había una laguna. El agua me llegaba hasta la cintura, estaba tibia. Oí de pronto un silbido muy agudo proveniente de algún lugar.No recordaba con exactitud cómo había llegado ahi, solo podía ver a mi madre diciendo: "recuerda regresar temprano, bla, bla, bla" y después, nada. Oscuridad.

Regresé a mi montículo. Toqué la pared, era muy blanda y tenía un olor familiar. Fijé mis ojos en el techo, había un orificio redondo por donde entraba un hilo de luz. Tomé un poco de agua, la bebí. La masa blanca, el agujero en la parte de arriba, ese sabor tan peculiar. En efecto, estaba dentro de un coco.

Pensé que estaba dormida.- Si, es solo un sueño, pronto llega Lucas y me despierta con las cosquillas de cada mañana.- Pero el dolor era demasiado fuerte. Me senté con muchas ganas de llorar y mucho frío también. Entre el dolor y la confusión me abracé a la pared e inexplicabelmente empecé a cantar. Era una mezcla extraña entre tarareo y sollozo que poco a poco empezó a aliviar el dolor.

Mis sollozos terminaron en verdaderos gritos. Ya no estaba asustada, no estaba sola. Mi garganta y mi voz estaban conmigo y mis oidos aún podían escuchar esa tonta canción que las chicas y yo cantabamos en las noces de fiesta. Eché a reir, como si en realidad fuera tan gracioso y me detuve antes de seguir con el repertorio de mis temas favoritos de la temporada.

Llegó el silencio, otra vez las ganas de llorar. Sentí mi ropa empapada. El dolor ya no era mucho. Cerré mis ojos y pude escuchar a lo lejos una voz, se acercaba cada vez más, pero no podía entender lo que decía.
-¿Quién vive?
-¿Quién vive? ¿yo vivo? Yo vivo. ¿Hola?
Un hombre asomaba su rostro por el hueco. No lo veía muy bien por la contraposición de la luz, pero por su voz supe que era un anciano.
-¿Señor?
-¿Quién eres? ¿Qué haces ahi?
-No lo sé, no sé donde estoy. ¿Podría ayudarme?
-Podría. ¿Cómo llegaste ahi?
-En verdad no lo sé, señor.
-No lo sabes, pues bien, yo tampoco. No sé nada.

Parecía que el tipo hablaba solo, pero a la vez me hacía un interrogatorio casi policial.

-Disculpe, llevo aquí no sé que tanto tiempo esperando a que alguien me ayude. ¿No piensa hacer algo?
-Pienso, claro.
Era increible. Estaba dentro de un coco quién sabe donde y la unica persona con la que podía hablar era un loco, o un bagabundo talvéz.

-¿Quién es usted, señor?
-Respondo a tu pregunta. Yo soy Sócrates, ateniense.
Si, porsupuesto que estaba loco.
-Señor Sócrates ¿Va usted a hacer algo para sacarme de aquí?
-Claro.
De pronto, no lo vi más y escuché un sonido sordo, como si se hubiese sentado de golpe.
-¿Sócrates, está ahi?
-En efecto.
-¿Qué hace ahi sentado?
-Pienso.

Piensa, claro. ¿Porqué a mí? Pudo haber sido Aristóteles, Anaximandro,Tales de Mileto; pudo haber sido Pitágoras y en ese momento habría hecho calculos matemáticos para sacarme de ahi, pero no. Ese tipo tenía que creerse Socrates, el "pensador"

Me dormí y no supe más ni del coco ni de Sócrates, hasta que me despertó un chapoteo. Sócrates se había lanzado hacia adentro y venía hacia mí.

-Voltearemos la esfera.-me dijo
-¿El coco?
-¿Qué es coco?
-Nada.-respondí
Fijó sus manos en la pared y me llamó a su lado, empezó a empujar a medida que avanzaba.
-¿Quiere darle la vuelta?
-Porsupuesto
-¿A caso perdió la razón?
-¿Razón? Si pierdes larazón te pierdes a ti misma, vive conforme a ella y encontrarás tu propio conocimiento.
Abrumada por la clase improvisada de filosofía so pude hacer más que empujar. El coco empezaba a moverse y en pocos minutos lo hicimos rodar por completo.

Fue asi como Sócrates me ayudó a salir del coco gigante. Algunas de las pocas personas a quienes les he contado esto me dicen que he perdido la razón, pero yo les contesto: Si pierdes la razón, te pierdes a ti mismo y yo no estoy perdida, no más.

martes, 29 de junio de 2010

La red

Carlos cerró sesión mientras sonreía plácidamente, como tonto enamorado o persona con severos problemas mentales. Guardó su Laptop y se durmió casi al instante. Al otro lado de la ciudad, Natalia se preparaba para dormir después de platicar dos horas seguidas con su amigo por internet. Su enorme nariz, empapada por la crema humectante, sobresalía de su rostro redondo como melón. Y sus ojos verdes brillaban en la oscuridad como los de un sabueso entrenado para trabajos nocturnos.

Él sabía que conocerla en persona iba a ser muy difícil por la distancia, sin embargo, decía estar realmente enamorado esta vez. Ella observaba las fotografías de Carlos. Le gustaban en particular las pecas que tenía en la nariz, tan claras como su cabello castaño y su sonrisa degenerada, tan despreocupada como él.

Era como si hubieran nacido juntos y, sin embargo, jamás se hubieran conocido en verdad. Era amor o tal vez solo un juego. Lo único que sabían era que se tenían el uno al otro y que el mundo pasaba a ser virtual cada vez que estaban juntos.

Su amistad ficticia desapareció de repente. No volvió a transcurrir ni un solo minuto de las horas de pláticas sin sentido. Ella conoció a alguien, él demasiado tímido como para hablar con las chicas de su facultad, salía cada noche con sus amigos en busca de algo, o tal vez alguien.

Esa noche Carlos y sus amigos estaban de fiesta. Era el final de semestre y eso era digno de celebración. Llegaron a un bar lleno de luces, imágenes borrosas y humo por todas partes. El golpe de la música agitaba sus corazones desplazándolos fuera de ahí. Todos parecían volar.

Natalia dedicaba sus tres horas diarias al chat, necesitaba hablar con su novio. Carlos bailaba sin recordar nada. De pronto, una vibración en sus pantalones lo sacó de su trance. Natalia le había enviado un mensaje por el chat, al que estaba conectado desde su celular: “Te vi llegar, Carlos. ¿Por qué no me saludaste? ¿Eh? :( Te espero en la terraza. Al fin nos veremos”.

Carlos no pensaba, por el momento se limitaba a existir. A rastras, subió las escaleras del lugar repleto de gente, mientras se sostenía de lo que fuera. Cuando llegó a la azotea, sintió una brisa recorrer su cuello. Dio unos cuantos pasos más. Su celular vibró otra vez y leyó –con un poco de dificultad, esta vez- el mensaje de Natalia: “Estoy aquí. ¿No me ves? Acércate”. Él no veía más que imágenes difusas, plantas que se movían con la música y el cielo en su esplendor.

Después de unos minutos, pudo ver un par de luces verdes al otro lado de la pequeña palmera, a solo unos pasos de él. Y unos mechones negros y largos que esperaban impacientes. Carlos sonrió como retrasado por última vez, dio tres pasos más, y cayó estrepitosamente tres pisos abajo, enredado con las luces de los árboles y cables eléctricos. La fiesta se interrumpió y todo el mundo salió despavorido ante el ruido proveniente de afuera. Carlos yacía en el pavimento junto a su teléfono celular que destruido recibía un mensaje más que decía: “Lo siento, Carlos. Me equivoqué de contacto. Espero poder hablar contigo uno de estos días. Tengo tanto que contarte ;) tqm (L)”.